La muerte y su caballo.
Leyendas que dejan huella de la Cañada el marques, Por: Jaime Zúñiga Burgos
27 de enero de 2020
Ahí mismo, en donde se miró por última vez al gran espantajo, algunos años después, los que por fuerza tenían que caminar por estos lugares, para llevar flores de las huertas de la Cañada el Marques Qro, a la estación del ferrocarril de Hércules y teniendo que llevarlas en buen estado y como para que llegaran frescas a México, se tenían obligadamente que cortar por las noches, la mayoría de las veces alumbrados por la luna o por una lámpara de carburo cuando la luna estaba ausente o el cielo estaba nublado, la lámpara la poníamos sobre un gran colote puesto boca abajo y al quedar la luz en alto nos alumbraba para arrancar los manojos de flores a los quince o veinte trabajadores que ahí nos encontrábamos.
Cada uno de los hombres llevábamos dos colotes o “chundes” de carrizo y cuando llenábamos uno, se lo llevaban cargado en la espalda, caminando por las veredas junto a la vía del ferrocarril central de México, hasta llegar a la estación de Hércules para que se fueran juntando en el andén y cuando el tren pasara a las cinco de la mañana lo subieran a un vagón de carga con destino a la capital. Mientras tanto, los otros seguíamos llenando el otro canasto y este nos tocaba cargarlo a la estación, juntándose treinta o cuarenta canastos diarios en temporada de flores.
Recuerdo que era el mes de Julio, la noche estaba fresca y húmeda, porque llovió toda la tarde y apenas empezaba a despejarse el cielo, dejando las nubes de vez en vez, pasar la luz de la luna, que iluminaba todas las flores, haciéndolas brillar con las gotas del agua. No hacía frio, pero la noche era fresca y vaporosa, mientras trabajábamos hacíamos comentarios entre unos y otros, como solía ocurrir durante los meses de recolección de flores. Todo parecía normal y se llevaron los primeros colotes con las flores para la estación, saliendo, conforme se iban llenando los que los transportaban, con rumbo al lugar, que de tanto andarlo, lo podíamos caminar con los ojos cerrados, y uno a uno, para agarrar el paso y no estorbarse, porque más que caminar, se corría, cargando los canastos que pesaban más o menos cincuenta kilos y con este peso, de lo que se trataba era de llegar pronto para cansarse menos.
Martín fue de los primeros; el segundo o tercero que salió por la vereda cargando su colote en la espalda y nada parecía extraño, pero ya para salir la segunda tanda, faltando algunos pocos, alguien pregunto por Martín el que no había regresado aún ¿qué pasó con Martín, alguien lo ha visto?, ¡No! fue la respuesta generalizada ¿No se habrá resbalado a la presa? ¡No, porque la vereda esta retirada y Martín conoce bien el camino! ¡Bueno! Regresen con nosotros y mientras llegamos a la estación, ustedes se quedan recorriendo el terreno para buscarlo y de regreso los alcanzamos para ayudarlos.
Caminando más aprisa para ganar tiempo y sumarnos a la búsqueda, llegamos rápidamente para dejar los canastos y regresamos temiendo que Martín hubiese dado un mal paso al caer en un agujero o pisar mal una piedra torciéndose un tobillo. Otro de nuestros compañeros comentó que con las lluvias las víboras se habían “desencuevado” y a lo mejor una cascabel o una coralillo lo habían “picado” y así, en el silencio de la noche se empezaron a escuchar los grito de ¡Martín, Martín contesta! Pero nada, no se escuchaban lamentos que indicaran que Martín se encontrase herido.
Ya para entonces las nubes le permitían a la luna iluminarnos muy bien, para poder distinguir una figura humana; la de Martín, pero no lo encontrábamos y con la caminata, los pies pesaban por la gran cantidad de lodo y paja que se nos habían pegado, dificultándonos cada paso, pero no dejaríamos a su suerte a nuestro amigo Martín quien además era pariente de casi todos los que lo buscábamos, ¿Martín, Martín dónde estás? ¡Grítanos para saber dónde estás! Y no se escuchaba ninguna respuesta.
Cansados, mojados, enlodados, y ya para entonces muy angustiados, caminábamos separados varios metros unos de otros, cuando por el escurridero de la presa del diablo, Juan Martínez gritó ¡Acá está, acá está! ¡Vengar rápido! Y corrimos para juntarnos en donde se encontraba Martín. Estaba “amonado”, temblando, tirado de lado en el lodo con los ojos bien abiertos y al vernos, tal vez ya sintiéndose protegido por los que en círculo lo rodeábamos y que le preguntábamos ¿Qué te pasó Martín? Y él sólo nos veía con cara de espanto y aunque trataba desesperadamente de decirnos algo, sólo pujaba y jalaba aire de una forma desesperada.
Así; todo enlodado lo cargamos y nos turnamos para llevarlo hasta su casa, y ya casi para llegar a ella comenzó a llorar, a gritar y no lo podíamos calmar. Gritaba de tal forma que sus familiares salieron espantados preguntándonos que ¿de donde estaba herido? A lo que no podíamos responder, porque ignorábamos lo que había ocurrido durante el tiempo que se perdió. Y así pasó una semana, Martín en ratos se quedaba dormido, porque el cansancio y el hambre lo vencían; pero despertaba gritando como loco, siendo en estos momentos en que sus familiares lograban que tomara algo de agua.
A los ocho días; y después de que ya tomó algo de aliento y durmió varias horas; cuando despertó, les pidió a sus padres que nos localizaran porque quería platicar con nosotros. Localizarnos fue fácil, porque siendo el trabajo que teníamos por las noches, todos nos encontrábamos en nuestras casas descansando. Ya en la casa de Martín, a los primeros que llegamos nos preguntó ¿Qué si habíamos visto lo que a él se le apareció? Y como le dijimos que no habíamos apreciado nada extraño esa noche, nos comenzó a relatar su impactante experiencia, que lo había dejado tal mal durante todo este tiempo.
Con un verdadero esfuerzo y hablando lentamente, con muchas pausas, Martín comenzó su relato con lo que ya sabíamos. Nos dijo, “que como a la una de la mañana caminaba con rumbo a la estación de Hércules, cargando su gran canasto con flores” pero lo que dijo después nadie lo creía, “que al pasar a un lado de la presa del diablo, sintió una presencia extraña, como si lo fuesen siguiendo, pero que al no poder mirar hacia atrás por el estorbo del colote que cargaba en su espalda, no hizo aprecio y continuó hasta la estación dejando la carga en el andén y se preparó para regresar al sembradío de las flores”.
“Que; ligero de carga, con su canasto vacio, apuraba su caminar por la vereda que pasa a un lado de la cortina de la presa, cuando de improviso, vio una figura que iluminada por la luna, no dejaba la menor duda de que se trataba de un hombre a caballo; un charro vestido de negro de pies a cabeza, porque también su gran sombrero era de ese color, al igual que negra era su montura, aparentando una silueta negra representada por el charro y su caballo”.
Continuando, “que desde que lo vio, algo no le pareció normal y apenas pensaba si podía distinguir en el charro a alguna persona conocida, cuando tirando de la rienda, éste puso al caballo en dos patas y lo obligó manotear en el aire, echando un relinchido tan fuerte como si se tratara de una máquina del tren, porque por la nariz y el hocico le salieron vapor y lumbre y sus ojos estaban encendidos como si se estuviera quemando por dentro, saliéndole dos chorros de luz; uno por cada lado de sus ojos”.
Y seguía diciendo; “que el sombrero del charro, por lo grande, poco dejaba ver, pero no se necesitaba mucho esfuerzo para darse cuenta, de que su cabeza era una calavera descarnada; lo demás ya fue imposible apreciarlo, el temor ante esta diabólica aparición, hacía que sobraran los otros detalles ¡Era la misma muerte en traje de charro! Como el de los chinacos, pero negro todo, y al tronar su chicote en alto; salieron chispas como si fuera un enjambre de abejas, las que por esos días abundaban en el lugar”.
Después de esto, ya no supe nada, me quede paralizado sin poder correr, pero no me desmayé y lo vi alejarse a paso lento, volteando a verme en donde yo me había quedado tirado y aunque no tenía ojos; porque era la pura calavera, yo sentía que me estaba clavando la mirada. Después ya no supe de mi hasta que llegaron ustedes, y aunque yo quería decirles lo que me había pasado “nomás no pude hacerlo” hasta hoy ¿pero; díganme si ustedes también lo vieron?
Al notar todos los presentes la desesperación con que Martín les preguntaba, optaron; para evitarle problemas mayores, el decirle que “algo” sin saber precisar que era, había pasado cerca de ellos, afirmándole esto solamente con el propósito de no agravar lo que durante ocho días lo mantuvo fuera de todo contacto con la realidad, y es que Martín aún se veía ostensiblemente mal, pudiendo recaer y quedar mal para siempre.
Casi con el puro correr del tiempo, el asunto se había olvidado, poco se comentaba ya de la parición que atormentó a Martín y la vida trascurría normal, cuando casi un año había pasado y nuevamente se acercaba el tiempo de trabajar las flores, ahora fue en otro lugar, en donde unos vecinos tuvieron la mala fortuna de encontrarse con el charro negro, esto fue también en una noche de luna llena, en la que ladraban mucho los perros, pero de una manera poco usual.
Bajaban por una vereda los de la familia Martínez, se les había perdido un animal y tardaron varias horas en encontrarlo; por el rumbo del cerro de la cruz alta y conocedores del camino, a fuerza de tantos años de recorrerlo, sintiéndose seguros por venir ocho integrantes de la familia, mientras caminaban, venían comentando las peripecias a las que se vieron obligados, para corretear al desbalagado borrego, el que sin el resto del rebaño había quedado indefenso y se perdió, cuando de repente la plática cesó de golpe; todos se quedaron parados como petrificados al aparecérseles a unos cinco metros de distancia y cerrándoles el paso, un jinete montado en un caballo, que cual centauro aparentaban ser solo uno; bestia y jinete. Era un charro negro con amplio sombrero que le cubría la cabeza, de la que se apreciaba su blancura de calavera, acompañando a este cuadro siniestro una serie de sonidos; como de chispas y tronidos que hacían poner los pelos de punta.
Algo se había agregado a la aparición que Martín había tenido ya hacía casi un año y esto era; un perro también negro; con pelos parados como de tlacuache, cuyas puntas plateadas brillaban al igual que sus grandes y puntiagudos colmillos tan grandes; como si fueran una trampa para coyotes. El caballo y el perro echaban lumbre por el hocico y ambos amagaban con atacarlos; durando esto unos pocos segundos, al cabo de los cuales, jinete y perro salieron como volando, despegados del suelo.
Fueron dos apariciones las que en ese tiempo se presentaron en la población y sus alrededores; la de Martín y la de la familia Martínez, los que creyendo que se trataba de un alma en pena, y le mandaron decir varias misas, después de las cuales el charro negro ya nunca se presentó; como nunca se había aparecido antes, pero esto no da ninguna garantía de que por causa desconocida, haga nuevamente notar su presencia, para venir a perturbar la tranquilidad del pueblo de la Cañada y esto será cuando el charro negro lo decida.