El limosnero de los pantalones rotos

Leyendas de Querétaro: Por Jaime Zúñiga Burgos

Querétaro, Qro., 28 de noviembre de 2019

Desde que el pueblo nació, la familia Martínez había hecho su vida en los amplios terrenos de su propiedad que se encontraban por donde pasaba el camino real. Esta construcción muy rustica, denotaba haber sido realizada durante diferentes etapas y contaba con unos cuartos para vivienda, una amplia cocina con su fogón y aun lado de esta los corrales para aves y ganado.

Por su localización y dada su gran amplitud, resultaba frecuente, que personas provenientes de lugares distantes; principalmente de la Sierra Gorda, pidieran un lugar para quedarse con sus recuas de burros y mulas, cargados de diferentes productos y que para no llevar a todos los animales hasta Querétaro, dejaban en La Cañada animales y carga, para gradualmente ir vendiendo su mercancía.

Aunque los viajeros no pagaban en dinero en la mayoría de las ocasiones, se fue reuniendo un pequeño capital empleado para mejoras de la construcción, a pesar de que quienes ahí se hospedaban “pagaban” en especie, según fuese la carga que traían, dejando aguacates y fruta o leña, pulque, miel de colmena o algún guajolote.

Para darles techo a los viajeros se habilitaron unos tejados, que a unos pasos de la casa les daban cobijo a ellos y a sus animales y les permitían, que cuando salían a realizar sus entregas, podían dejar atrancada la puerta, para con seguridad guardar sus pertenencias, las que casi siempre resultaban cosas de poco valor; como las cobijas, sus petates, los machetes y los guajes para llevar el agua.

Pasaron años y más años y en ese lugar se habían “aclientelado“ muchos, que primero viniendo como niños acompañando a su padre, ellos a su vez trajeron a sus hijos y así continuó la costumbre, de modo que los de la familia habían sido sustituidos por nuevas generaciones, al igual que aconteció con los arrieros, dándose casos de que ya estaban viniendo algunos bisnietos de aquellos primeros que habían iniciado esta costumbre.

Pero así, como se inició la vida de esta posada circunstancial, un día y después de que los arrieros se expresaran proféticamente un año antes, dejaron de venir con sus cargas de leña, de cal en piedra o de carbón. El motivo; según ellos mismos lo expresaban, eran las limitaciones por las nuevas leyes para proteger los recursos naturales, sumada la competencia que les hacían quienes tenían trasporte de motor.

Para la familia quedó el sentimiento de haber cumplido con sus semejantes, al brindarles durante mucho tiempo, el rinconcito que les pedían para quedarse a descansar y que ahora ya sin utilidad no les venia mal a los dueños de la improvisada posada para ampliar su habitación y también decidieron hacer un baño más amplio arreglando lo ya existente.

Un tiempo después al hacer uso de la nueva construcción, se comenzaron a presentar cosas extrañas en ese lugar; primero fue una sensación extraña, que aunque la padecieron varios miembros de la familia, no la podían explicar. Sentían como si alguien extraño los acompañase, además, sin explicación alguna los objetos “tronaban” o rechinaban y después ya no fue solo eso; también se movían o temblaban algunos objetos; como el jarro con atole que se estrelló en el piso delante de todos, o que de repente la lumbre crecía sin haberle echado leña o petróleo.

Así, cosas muy raras pasaban en la casa y el tiempo fue trascurriendo tratando de encontrarles alguna explicación lógica, en lo que algunos se esforzaron, mientras otra parte de la familia; los abuelos, que les decían, que tenían que rezar para ahuyentar a los malos espíritus o a las almas del purgatorio que se encontraban en pena y ya al final se estaban usando todos los recursos posibles para terminar con esta situación.

Unos de los nietos pequeños, de nombre Juan Pablo, se mostraba reacio a entrar al nuevo baño y manifestaba que dentro “se encontraba un señor que le hablaba”. Sus padres entraban al baño y le decían “mira como no hay nadie aquí dentro” y las veces que fue necesario acompañarlo, notaban que el niño se agachaba y cerraba los ojos para no ver al señor que en esos instantes Juan Pablo decía “que se encontraba parado frente a él”.

Se hizo costumbre el acompañar al niño al baño y un día para sorpresa de todos, Juan Pablo entró sin compañía y al salir, sonriente les comentó a sus familiares, que el señor era muy bueno. ¡Está loco! Dijo el papá, hay que llevarlo al doctor “de donde saca todas esas cosas”, “primero su miedo a entrar solo y ahora ya hasta amigo del muerto resultó”, ¡Tenemos que llevarlo con el doctor a Querétaro!

Con el convencimiento de que el terror que Juan Pablo tenía antes para entrar al baño solo, era real, y hasta exagerado, ahora, todos los de la familia veían con desconcierto que el niño pasaba un largo rato en el baño y platicaba; es más, hasta se reía “solo”. ¡Urge llevarlo al médico!, tenemos que juntar un dinerito para que lo atiendan.

Para el grupo de niños que en la casa existía; unos hermanos, otros primos y tres o cuatro amiguitos que compartían con Juan Pablo sus juegos y aventuras infantiles, al igual que sus carencias económicas al no contar con dinero para comprar alguna golosina y en esa edad en la que nada causa extrañeza, no les sorprendió que Juan Pablo les dijera que fueran con el a comprar unos dulces con doña Rosita.

A unos cuantos pasos de la casa de la familia de Juan Pablo, existía un improvisado “changarrito” de una angosta puerta, en donde se vendían semillas de calabaza asadas y con sal, dulces y caramelos a granel y en ese tiempo estaban de moda las “lunetas” y unos popotes plásticos llenos de “chochitos” de sabores, además de dorados chicharrones de harina con salsa de chile rojo.

Esa primera vez en que Juan Pablo les invitó un dulce, literalmente le aceptaron todos los niños la invitación y salieron con un dulce cada uno de ellos, eso sí todos muy contentos porque estaban en la edad en la que se cambiaba el alimento por el placer de un dulce y Juan Pablo le pagó con una moneda a doña Rosita y que de existir la malicia en los chamacos, hubieran notado la sorpresa reflejada en la cara de esta señora, cuando sin decir nada la guardó rápidamente en su delantal.

Al día siguiente, la invitación se repitió; Juan Pablo les dijo a los del grupo “vamos a comprar dulces” y salieron con rumbo a la tiendita, en donde cada unos fue escogiendo su dulce y en cuanto lo seleccionaban, doña Rosita les daba un puñado de dulces o muchas lunetas y de los popotes con chochitos, unos manojos a cada uno “casi se quedó sin dulces la tiendita” y Juan Pablo pagó con otra moneda.

Contentos; los niños se retiraron con cierto sentimiento de culpa, pensando de cómo explicar lo inexplicable, como regresar a la casa con puños de dulces, ya que de seguro pensarían que se los habían robado y decidieron refugiarse en las milpas; junto al rio, hasta cumplir con la tarea de terminarse todos los dulces, y de no lograrlo; ocultar el cuerpo del delito sobrante.

Dos o tres días después, se repitió la misma situación; fueron a la ya ahora bien surtida tiendita para comprar sus dulces y cuando  todos los tenían en su poder y Juan Pablo pagó, y uno de los amigos “de pura puntada” le dijo a doña Rosita “oiga señora, nos puede dar cambio” a lo que la dueña de la tiendita les dio unas monedas que resultaron suficientes para comprar refrescos para todos y nuevamente se encaminaron a su refugio en la milpa para tranquilamente comer sus dulces y tomar su refresco.

Ese día el tiempo se les fue volando, entre dulces y refrescos no se dieron cuanta que pasó la hora de la comida y los comenzaron a buscar. María Eugenia, su hermana mayor, encontró a Juan Pablo rodeado de sus invitados, riendo muy contentos y sin hambre por la cantidad de dulces que habían comido. ¡Traían un gran relajo!

¿Quién les dio el dinero para gastar? Fue la pregunta de María Eugenia y ante la falta de maldad, todos señalaron a Juan Pablo. Lo que siguió después fue todo con sustento en la más pura lógica y sucedió ya en su casa. ¿Quién te dio el dinero? ¡El señor! ¿Cuál señor? Se lo has de haber cogido a mi papá, de seguro se lo robaste de su dinero. ¡Me lo dio el señor! Insistió Juan Pablo.

Ya estando presente su padre, se repitieron los argumentos y las respuestas fueron exactamente las mismas. ¡Me lo dio el señor! ¡No me lo robe, me lo dio el señor y me dijo que me va a dar más! En su padre existía la certeza de que a él no se lo podía haber robado, porque no tenía ningún dinero guardado, ya que, lo que le dieron de su raya se lo acabó a los dos días de que lo recibió, agregando este que “estamos amolados, yo sin dinero y este niño con sus locuras y ahora de donde saco dinero para llevarlo al doctor” y al escuchar esto, Juan Pablo con toda tranquilidad sacando la mano de la bolsa le dijo: “Papá, yo tengo dinero para que me lleves al doctor” entregándole una relucientes monedas.

¡Aquí debe de haber un entierro! Y sea como sea Juan Pablo es el que nos puede decir en donde está. Si se las dio el muerto, como el dice que fue; que le pregunte donde están las demás y si no es así y Juan Pablo las encontró, tenemos que cuidarlo para ver de dónde las está sacando; pero mientras, también nosotros las buscaremos.

Con mucha discreción se pusieron en contacto con el cuñado de una prima, del que se sabía que había localizado un entierro en Querétaro y llegando a un acuerdo con él, al que le mostraron las monedas que traía Juan Pablo, les pidió una como muestra para investigar su valor.

Al día siguiente el buscador de tesoros, llegó a la casa y procedió a caminar por la propiedad llevando unas varas en las manos y paso a paso, avanzando y retrocediendo girando y preguntando, en determinado momento con cara sonriente dijo: ¡Aquí esta! Aquí bajo mis pies ¡Miren como las varas se clavaron!

Preparados como lo estaban ya, procedieron a escarbar en el lugar señalado, esforzándose por descubrir lo más pronto posible si en realidad ahí se encontraba el origen de las monedas que tenia Juan Pablo y después de casi una hora, sintieron el golpe hueco del pico al chocar con algo duro.

Con cuidado, retiraron la tierra para no dañar lo que se adivinaba que se trataba de una caja, porque podía apreciarse parte de su madera y cuando más emocionados estaban, tocaron insistentemente a la puerta.

¡Paren paren! Esperen tantito, fue la orden del padre de Juan Pablo. Hay que ir a ver quien toca; no sea alguien extraño que se dé cuenta de que encontramos el entierro ¡A ver tú María Eugenia, ve a ver quien toca pero no lo dejes entrar!

El limosnero de los pantalones rotos

Quedando todos a la expectativa, María Eugenia se fue para ver de que se trataba y al abrir la puerta encontró a un desarrapado pordiosero, al que nunca se había visto por el pueblo y que de manera insistente y agresiva, le pedía una limosna. María Eugenia tratando de abreviar el importuno, contesto “que no tenia dinero”. Entonces exigente el pordiosero le dijo “deme algo de comer”. ¡No tenemos ya nada señor! Y sin retirarse un solo paso del marco de la puerta, el limosnero insistió, “regáleme unos pantalones viejitos”.

Para quitárselo de encima lo más pronto posible, María Eugenia le dijo “Espéreme un poquito, ahorita veo que le doy” y cerrando la puerta se dirigió al cuarto de su papá de donde tomó un viejo pantalón que ya no se usaba y salió para entregárselo al extraño y ¡que se marchase ya!.

¡No; estos pantalones no me sirven para nada! Mire; tienen las bolsas agujeradas y por ahí se me van a salir las monedas que me regalen. ¡Deme unos que estén buenos, no sea tacaña!

Enojada María Eugenia, ante las exigencias de este imprudente limosnero; le arrebató los pantalones y cerró de un portazo y casi al retirarse alcanzó a escuchar que el limosnero le decía: “Le va a ir mal por agarrada”.

Enterando de lo ocurrido a los que ansiosos esperaban para culminar su esfuerzo y sacar el entierro, que con toda seguridad los haría muy ricos, continuaron escarbando, pero ya inútilmente, porque lo que parecía ser parte de una caja había desaparecido y desde luego su rico contenido también se había ido.

Juan Pablo ya no volvió a tener monedas para comprar dulces, el señor que se las daba jamás regresó y del limosnero aquel nunca que supo nada; en el pueblo nadie lo había visto nunca jamás.

Periódico Raíces