El espantajo del diablo
Historia de terror de la cañada cabecera municipal del marques por Jaime Zúñiga Burgos
Querétaro,Qro., 13 de noviembre de 2019
Cuando Pablo Morales nació en el año de 1926, su pueblo era muy diferente, pudiéndose sin el mayor esfuerzo, realizar un censo mental de todos los habitantes de ese lugar, en el que la calle principal o calle real era el asiento para aquellos que tenían el privilegio de vivir en construcciones sólidas y que le servía de morada protegiéndolos de la lluvia cuando ésta se presentaba de manera puntual y abundante año con año, así como abrigándolos en los crudos inviernos, en los que el viento se enfilaba a gran velocidad a través de esa cañada.
Pero la mayoría de los moradores de éste lugar, se encontraban dispersos en improvisadas construcciones fabricadas de piedra de cantera rosa y troncos de arbustos, siendo el carrizo que en las márgenes del rio crecía con profusión, el material más usado, el que siguiendo la costumbre que sus antepasados indígenas tenían y que al igual que ellos lo utilizaban como techo, formando un tejido muy original que hacía imposible que el agua se filtrase. También con éste material se fabricaban algunos de los muros, sobre todo los del lugar escogido para preparar los alimentos, por facilitar esta construcción la salida del humo del fogón.
Un rio de aguas limpias que les calmaba la sed durante todo el año; a ellos y a sus animales, permitiéndoles pescar algunos bagres de mediano tamaño, que al sumarse a su dieta de frijol y maíz les permitía tener la energía para las duras tareas en sus campos de hortalizas o en las huertas de los ricos del pueblo; algunos de éste lugar y otros pocos venidos de la capital.
A Pablo le tocó nacer en un barrio desaparecido ya, del que pocos recuerdan el nombre, a pesar de tener muchos de ellos su misma edad. Éste lugar se conoció como barrio “Xidó” hoy barrio de “San Francisco”, el que se encontraba del otro lado del rio, en el lado norte de la gran Cañada. Ahí vivió Pablo toda su niñez en compañía de sus padres y de sus abuelos, que luchaban diariamente para subsistir y mantener a sus hijos. Fueron años muy duros, de mucho esfuerzo, más no de sufrimiento; porque solo se sufre cuando no se obtiene lo que se desea y ellos necesitaban muy poco.
La luna los iluminaba en las noches y les servía de referencia para calcular el tiempo, dándoles con su luz la tranquilidad para conciliar el sueño y por el contrario, cuando la luna estaba ausente, el misterio de la oscuridad los mantenía siempre alerta y sus motivos habían, ya que dentro de la tradición familiar, se platicaban historias que espantaban el sueño, por los hechos ocurridos en el pasado y vividos por sus mayores, estos relatos eran transmitidos con abundantes detalles; al grado de poner “los pelos de punta” y hacer latir muy rápido el corazón.
Relata Pablo; después de traer a la memoria lo vivido en aquellas noches, en las que la familia se juntaba, después del regreso de los mayores, al término de sus jornadas y que reunidos compartían los escasos alimentos, acompañados de un café o un té de hojas de naranjo y después de una variada plática del acontecer cotidiano y de los pormenores del día, los abuelos platicaban sobre hechos misteriosos; algunos sobrenaturales y la mayoría inexplicables. Pero todos los relatos tenían una cosa en común; producían mucho miedo, de mayor intensidad entre los chicos; aunque los adultos lo sabían disimular muy bien.
Tres fueron los relatos, que a Pablo en sus escasos años le causaron gran impacto y que su mente infantil registró muy bien, al grado de quedar grabados hasta nuestros días y que queriendo compartirlos con los jóvenes de ahora; los que ya disfrutan de muchas comodidades con las que Pablo ni soñaba, porque no existía nada de lo que ahora resulta “indispensable” como: la energía eléctrica, el agua entubada, el gas doméstico y ni se diga de los teléfonos y computadoras. Todo era muy diferente, sin escapar a esto la forma de actuar y de pensar.
En el año de 1932, afirma categórico don Pablo Morales, se dieron muchos hechos violentos; cometiéndose algunos asesinatos que se le quedaron grabados hasta nuestros días, precisando los sitios exactos en donde los difuntos amanecieron. Algunos muertos por arma blanca, otros por un balazo, pero todos de una forma muy notoria, resultaba que esto no era lo habitual, ya que el lugar se caracterizaba por su tranquilidad y en ese tiempo existía mucho respeto entre los lugareños, así que esto causo la alama en el pueblo, sumándose otro suceso que venía a agravar la situación. De manera coincidente se empezó a hacer presente una aparición, que causaba terror y de esta no se tenía ningún antecedente. No existía memoria de otro acontecimiento igual; se trataba de un “espantajo” que los que para su mala fortuna se toparon con él, lo describían como un gran chivo con retorcidos cuernos de más de dos cuartas de largo y encorvados como guadañas.
Y si los cuernos del macho cabrío, por su tamaño causaban temor, sus rojos y encendidos ojos, al clavar la mirada, dejaban mudo por varios días al infortunado que se cruzaba con él, y, de estos fueron varios, los que además de la falta del habla, la bilis corrió por todo su cuerpo, tornando su piel de un color verdoso, resistente a todo tratamiento con las hierbas conocidas por los hierberos del pueblo.
El chivo, con el ruido de sus pesuñas, hacía eco por todo el caño del acueducto, porque sus pisadas eran tan fuertes, como las de un caballo mayor y muy pesado y el ritmo hacía suponer que no caminaba, sino que brincaba con las cuatro patas a la vez, como ágil venado y al pararse, echaba un chillido muy especial que asustaba al ganado, el que con inquietud trataba de refugiarse moviéndose nerviosamente en sus corrales, mugiendo o relinchando. Las aves volaban en los gallineros muy agitadas y los pájaros elevaban el vuelo en la oscuridad. Este chillido era impresionante y muy pocos aguantaron las dos cosas antes de desmallarse; el verlo y el escuchar su horripilante chillido.
El primer chillido del chivo espantajo, lo daba, junto a un gran sabino que existía en el lugar del manantial conocido como “El pinito”, el otro, era en la bajada de la calle de “Juan Ramos” y el último, arriba del cerrito colorado, para después perderse en los cerros; pero sus chillidos se seguían escuchando a lo lejos; de seguro ya bien lejos en la quietud de la noche, cuando apenas se escuchaban; compitiendo con las chicharras y los grillos, hasta que ya éstos últimos nomas ya se escuchaban.
Durante mucho tiempo; casi seguro que fue más de un año; el chivo pasaba diariamente, como a las once y media de la noche y producía el mismo ruido sobre las losas del acueducto y en los mismos lugares, chillaba de la misma forma, haciendo que la gente se encerrara en sus casas. “Pero mi papá Luis Morales me dijo ¡Vamos a esperar al espantajo para ver si es cierto lo que dicen! Y nos salimos de la casa hasta la orilla del rio, el caño del acueducto nos quedaba del otro lado del pueblo y de las huertas. Cobijados entre unas matas, nos quedamos en cuclillas sin hacer ruido y a las once y media de la noche, lo empezamos a oír chillando por el socavón, donde empieza La Cañada y su chillido se escuchó por todos lados, aunque me dio miedo, no pude correr y ahí nos quedamos como hechos de piedra”.
Cada vez lo escuchábamos más cerca y más cerca; sus pesuñas retumbaban cuando en cada brinco caía, esa noche había luna y se notaba todo muy claro, pudimos ver todo y lo vimos cerca, como a ocho o nueve metros de nosotros. Pasó brincando lento, no corría, lo apreciamos claramente; sus largos cuernos, su pelo negro igual que su barba de chivo viejo y sus ojos rojos como vacíos, que no sabíamos si nos estaba mirando o no, y ese día de seguro que venía enojado, porque por su hocico salían llamas de lumbre.
Pasó junto a nosotros y se fue, pero nos quedó su imagen como retrato en la cabeza, dos o tres brincos y después se volvió a parar y echó su diabólico chillido , ya no podíamos dudarlo; el espantajo sí existía, lo acabábamos de ver y aunque los minutos pasaban seguramente, porque ya lo escuchábamos bien lejos, nosotros dos; mi papá y yo, nos quedamos igual en el mismo lugar, tiesos, sin poder movernos por el susto que acabábamos de pasar; o tal vez por los poderes del espantajo, que nos afectaron por estar tan cerca de su camino. Nunca nos lo explicamos y solamente los que lo vieron como nosotros, nos creían, los demás lo ponían en duda. ¡Pero lo vimos y bien cerquita!.
Un día; así como empezó la aparición del espantajo, también así desapareció, ya no se escucharon sus horrorosos chillidos, ni sus fuertes pisadas en las losas del caño del acueducto y casi sin darnos cuenta, porque esto al ternos ocupados, no nos dimos cuenta que los crímenes y la maldad fueron desapareciendo, la tranquilidad nuevamente regresó al pueblo y ya mucho tiempo después, supimos que otros también lo habían visto, al encontrarse trabajando cerca del escurridero de “La presa del diablo” y ellos fueron los últimos que lo vieron, y hasta la fecha el gran chivo de los ojos de lumbre ya no ha regresado.